jueves, 12 de febrero de 2009

Pesar una palabra

T. se incorporó y se dirigió hasta la cocina. Cogió de uno de los altillos una caja polvorienta y sacó de ella un peso viejo, casi arrugado. No sabía muy bien cómo proceder. Ni siquiera estaba seguro de que fuera lícito aquello que se había propuesto. Llevaba tiempo dándole vueltas en la cabeza, maquinando el modo de llevar a cabo su controvertido plan. Ahora que lo tenía todo a punto, se había quedado bloqueado, estaba perplejo, con los músculos entumecidos y la boca seca. ‘’No me va a doler, no me va a doler’’ decía para sus adentros. Lo sacó de su bolsillo, guardado en una bolsita de tela roja y a su vez, dentro de ésta, T. lo había envuelto en un pañuelo de terciopelo negro, como el coleccionista que conserva una reliquia. Lo dejó con cuidado en el peso. Pero la maquina permaneció inalterada, marcando un abyecto cero. T. lo agarró del pescuezo y ésta vez lo dejo caer con fuerza. El peso ni siquiera se inmutó. T. lo estrujó entre sus manos con los ojos inyectados en sangre y luego rompió a llorar. Más tarde, en la soledad de su alcoba, se enjugó las lágrimas intentando comprender porque los ‘’te quieros’’ de C. no se podían pesar, no valían nada.