lunes, 27 de abril de 2009

Una calada de palabras

De entre todos me eligió porque hablaba claro, y yo, de entre todas, la escogí porque no alcanzaba a comprender ni una sola palabra que escupía por la boca. Era menuda y tenía aspecto de extranjera, como si proviniera de otro mundo. Su cabeza estaba llena de ideas geniales. Eran tantas, que luego, al intentar contarlas se tropezaban unas con otras y el resultado constituía un discurso ininteligible. Todo lo decía muy rápido y a trompicones, como si las palabras se empujaran entre ellas para salir. Nadie la entendía, ni siquiera yo. Pero con el tiempo aprendí a descodificar su lenguaje. El esfuerzo mereció la pena. Lo que escuché resultó ser absolutamente maravilloso. Una vez que lograbas pasar esa censura fónica, el mensaje era sublime. En más de una ocasión pensé en grabar alguna de nuestras conversaciones para analizarlas detalladamente más tarde, pensaba que no estaba sacando el máximo partido a sus palabras. Fumaba a todas horas. Era lo único que parecía hacer despacio, con calma. Sostenía el cigarrillo entre sus dedos con una elegancia exquisita. Supongo que por eso los sonidos que emitía al hablar sabían a humo. Sus palabras llegaban ambiguas, yo las descifraba (o eso creía) y enseguida expiraban como el humo del cigarrillo. Por ello nunca pude grabar ninguna de nuestras conversaciones. La vez que lo intenté, cuando el aparato se disponía a reproducir el archivo, salió por entre los resquicios del altavoz un montón de ceniza.

Un día le pregunté por qué fumaba y ella me contestó que lo hacía por la misma razón por la que hablaba, porque si no, la nube de humo que llevaba en su interior se acumularía, padecería retención de líquidos, engordaría y al explotar inundaría el planeta.

sábado, 18 de abril de 2009

Landry Fachou

Landry Fachou mentía constantemente. Gracias a su falta de franqueza consiguió ser un tipo respetado y admirado en su trabajo. Sus mentiras le valieron un buen puesto en una de las mejores empresas de publicidad de Francia y su falta de escrúpulos le proporcionaba un buen fajo de billetes cada mes. No sólo gozaba de éxito profesional, esa sonrisa frívola que tanto le caracterizaba hizo que la mayoría de mujeres a las que conocía se peleara por compartir la cama con él, y los hombres, por parecérsele.

Landry Fachou conocía de sobra el efecto que causaba en los demás y supo exprimir aquella virtud que en él constituía un arma defectuosa de doble filo llamada carisma. Según los cánones de belleza de la época, Landry Fachou era un hombre bastante atractivo, pero lo que la moda no podía calibrar era la podredumbre y el hedor a hez de caballo que se había gestado en su interior. Puede que fuera guapo, pero por dentro estaba podrido. Amarle suponía una aventura tan peligrosa como morder una fruta envenenada.

Un día dijo una verdad sin querer. No se dio cuenta de que lo hacía, pero al pronunciarla se sintió extraño. Experimentó una especie de decepción hacia sí mismo, casi parecía un engaño. Como nadie estaba acostumbrado a oír ese tipo de cosas de los labios de Landry Fachou, todos se miraron boquiabiertos y enseguida pensaron que se trataba de una broma sin importancia. Entonces Landry Fachou rectificó, mintió sobre su verdad para que pareciese creíble y de esa manera, todos los allí presentes volvieron a depositar su confianza en él.

jueves, 16 de abril de 2009

Debussy y su romanticismo

Me robaste una de mis canciones favoritas, ahora percibo esas notas como interferencias radiofónicas. Cada vez que intento escucharla lo único que me llega son llantos desgarrados que tú acallabas con esa canción. Creías que era nuestra canción pero en realidad, la hiciste tuya. Te la llevaste, casi conseguiste raptarme a mí también. Menos mal que en un impulso de valentía salté de la torre de marfil. Menos mal que fue así, quizás no me la robaras, puede que fuese yo la que renunció a ella. En cualquier caso, me alegro de no tener que volver a escucharla. Lloro si lo hago, pero lloro aún más si pienso por qué lloro. Me privaste de una hermosa melodía. Eso me entristece. Sin embargo, en el fondo, sonrío porque una sola canción no es nada comparada con la banda sonora que me queda por escuchar, por vivir, y de la que no gozaría si me hubiera dejado perseguir por unos cuantos acordes de piano.

lunes, 13 de abril de 2009

Sellos de tinta invisible

No sé por qué, pero a veces prefiero escribir a mano que teclear las palabras frente a un ordenador. Ahora mismo eso es lo que hago, aunque tarde o temprano acabaré trasladando estas letras al mundo virtual. He estado olisqueando viejas carpetas. Sólo he encontrado recuerdos olvidados, relegados a la decrepitud. Uno de ellos es la hoja sobre la que escribo, hay un pliegue en la esquina izquierda y huele a consulta psiquiátrica, un hedor a rancio no del todo desagradable. La hoja en sí no significa nada, estaba vacía, sin ninguna mancha de tinta. Sin embargo, se encontraba justo al lado de otras que sí habían sido escritas. La mayoría eran apuntes sin importancia, algunos de ellos habían salido del puño y la letra de personas de las que ya no me acordaba, ni siquiera sabía de la existencia de las susodichas notas. Pero lo que más me ha llamado la atención han sido las cartas, cartas escritas por mí a un destinatario que nunca respondió. Se trataba de una época en la que jugaba a ser cartera redactaba la epístola y la entregaba en persona a ese receptor taciturno. Al releerlas me han parecido pretenciosas e insulsas, como un caldo de pollo al que alguien se empeñase en ponerle un nombre francés para que sonase a cocina creativa. Por aquel entonces jugaba también a ser filósofa y en algunos ratos libres me hacía pasar por psicóloga. Mis cartas eran, pues, el resultado de una mezcla de vida contemplativa barata y fanfarronería conductista.

Aunque haya enviado muchas, siempre me he considerado una mala escritora de cartas, o una mala escritora a secas. De todas formas, yo seguía haciendo mis reflexiones y continuaba con mi juego de cartera. Conservaba la ingenua esperanza de leer una contestación que me inquietara y me hiciera poner algo sobre el papel que no careciera de sentido. Con el tiempo me di cuenta de que había muy pocas posibilidades de que ese alguien respondiera a mis plegarias. Me llegué a decir a mi misma que si algún día recibía ese maldito sobre no volvería a escribir para vengarme y causarle al inoportuno emisor la misma ansiedad que experimenté en ese ínterin.

Ahora sé que no las leía, o al menos, no en serio. Por eso dejé de escribirle y comencé un nuevo cuaderno de apuntes que bauticé como Fotogramas psicosomáticos, dejando que el destinatario se eligiese a si mismo como tal y convirtiéndome en una especie de sobre sin remitente en esta comunicación azarosa.

miércoles, 8 de abril de 2009

Minucias

Son pequeñas cosas, insignificantes si las miras desde lejos, pero de cerca se agrandan y toman forman, se van moldeando hasta que alcanzan dimensiones de una pirámide egipcia. Pequeños placeres tan simples como abrir el frigorífico y beberte la leche directamente de brick, tan dulces como luchar con tus párpados segundos antes de quedarte dormido en el sofá del salón, acurrucado por el sol y por un libro abierto que termina por ceder al letargo que se ha apoderado de ti hace un momento. Se trata de instantes, efímeros y sin embargo consustanciales al sabor a veces insípido del día a día, podrían definirse como el edulcorante de una jornada amarga, como la galleta de mantequilla que acompaña a un café solo. Estirar los brazos hacia el cielo, de manera que parece que se te vayan a despegar del cuerpo, y luego girar el cuello y sentir un crujido de madera vieja y húmeda es un ejemplo de ese momento extático que dura menos que un parpadeo pero que se aborrecería si viniera como los clásicos del cine en versión extendida. Meter el dedo índice en el bol, impregnarlo de masa cruda y lego darle un lametazo mientras preparas un bizcocho, rascarte la cutícula de las uñas como un autómata hasta que duela, colocar la palma de la mano a unos pocos centímetros de los ojos y jugar a enfocar y a desenfocar el fondo de manera intermitente, sentarte sobre el césped húmedo y arrancarlo con la intensidad de un psicópata, explotar burbujitas de plástico, subir escaleras con los ojos cerrados y perder la noción del espacio y del tiempo sintiendo sólo claroscuros que se te enganchan en las pestañas, encogerte sobre una silla en posición fetal mientras lees y al levantarte experimentar ese cosquilleo de unos músculos que tratan de desentumecerse; todo eso y algunas cuantas cosas más, constituyen esas minucias que importan cuando parece que nada importa. No todo está perdido si sigues cantando en la ducha, disfrutando de unas notas destrozadas.

jueves, 2 de abril de 2009

Manía persecutoria

Qué asco, sólo se me ocurre una palabra para definirlo: repulsión. Es peor que una arcada antes de vomitar y prácticamente igual que expulsar la bilis por la garganta. Me busca, me persigue y se pega a mí como un parásito. Intenta succionarme la sangre. Entonces desearía que se hubiese inventado una vacuna contra la inoportunidad. Pongo cara de mártir y aguanto su palabrería hasta que alguien acuda a rescatarme o me invente cualquier excusa para desaparecer. Cuando creía que me encontraba a salvo aparece de nuevo, como una serpiente que se enrosca y te asfixia. Yo permanezco rígida, impávida, con el rostro inexpresivo. Cualquier atisbo de sentimiento podría excitar al animal y hacer que yo dictara mi sentencia de muerte por culpa de una sonrisa, de un guiño de cortesía. ‘’La indiferencia es tu única arma’’, me digo a mí misma, ‘’úsala, estás desesperada’’ El verdugo se da cuenta de que no actúo con naturalidad, sabe que su comportamiento puede causar cualquier cosa menos indiferencia. Se sorprende por mi anómala actitud y me encuentra más atractiva. Lo difícil resulta más interesante. Mi plan no funciona. No importa las vueltas que dé tratando de huir, seguramente, si fuera necesario cavaría un agujero hasta las antípodas para encontrarme. Su presencia es una manzana envenenada que una vez mordí y su ausencia la Blancanieves cantarina y sonriente que llega a casa de los Siete Enanitos.

- No me gusta – reprochó la pequeña – Es un cuento incompleto. ¿Dónde está el príncipe azul?

- No hay, me dijo que prefería seguir siendo rana.