miércoles, 27 de mayo de 2009

Retrete

Llegué sedienta y al beber sin pensar un poco de agua me entró hambre. Busqué entre los armarios algo dulce, glucosa, necesitaba glucosa para alimentar mi cerebro. Últimamente andaba aletargado, tenía que despertarlo. Había estado sucumbiendo a ese sueño apático que ni siquiera aviva un café cargado. Sentía débil hasta los dedos de los pies. Cualquier parte de mi cuerpo se entumecía, haciéndome llegar señales en forma de cosquilleos soporíferos que pedían a su manera ingentes cantidades de azúcar. Mierda, el chocolate de verdad se había acabado. Tan sólo había un par de tabletas mordisqueadas: chocolate de mala calidad que compré en tiempos de escasez. En aquellos tiempos me supo muy bien, hasta que mi paladar se recompuso y me pareció demasiado dulce incluso para mí. Lo mejor que pude encontrar fue una lata de anchoas, pero, aunque estaba desesperada, sabía que las anchoas y el azúcar no era una combinación suculenta, creo que ni siquiera podría considerarse comestible. El estómago sonaba igual que una tubería limpia por donde el fluir del agua causa un ruido espantoso. El silencio sepulcral que reinaba en la casa dejaba oír el eco de esa cascada, que era lo único con lo que contaba mi barriga. El estruendo iba aumentando por segundos hasta que se generó un concierto intestinal. Temía que los vecinos subieran a quejarse por el escándalo. No me quedaba más remedio que recurrir a las anchoas. Las engullí como un instinto de supervivencia. Al poco tiempo empecé a sentir que alguien había encendido una chimenea en mi aparato digestivo. Enseguida fui al baño y acabé expulsado lo que yo pensé que debían de ser heces. Sin embargo, antes de tirar de la cadena pude atisbar una especie de masa sangrante que se contraía maquinalmente, con la precisión de un reloj suizo. Me di cuenta entonces de que mi estómago ya no gritaba y de que el hambre se había comido mi propio corazón. Una vez fuera del cuerpo ese tipo de órganos huele mal, así que tuve que tirar los sentimientos por el retrete porque eso junto con las sardinas me provocaba arcadas y tenía miedo de vomitar también el resto de neuronas que aún conservaba.

lunes, 18 de mayo de 2009

El tabaco puede matar(me)

Se enciende con un chasquido de mechero o, en su defecto, un zas de cerilla. El contacto hace efecto y éste empieza a desgastarse, escupiendo cadenciosamente ceniza. Se consume poco a poco, él solito se extingue. Puedes contribuir a su completa desaparición y restarle agonía al quitarle parte de su alma, que luego expulsas en forma de humo. El humo también expira. No se trata de un alma platónica, que sigue deambulando aún fuera del cuerpo. Sólo es una bruma espesa que depende del sujeto para existir, porque el cigarrillo causa el humo, y si éste muere, el humo, huérfano, correrá buscando otra familia hasta desintegrarse.

Hay muchos asesinos en serie que se pasean mostrando su crimen tan ricamente. A la gente le da igual, es un homicidio consentido. En los periódicos dicen que en el ranking de muerte violenta el suicidio ostenta el primer puesto. ¿Qué pasa con el pobre cigarrillo? Nadie se acuerda de él cuando lo succionan impunemente y luego lo descuartizan con un pisotón o, simplemente, estrujándolo contra la pared.

Creo que tengo el síndrome de la calada. A menudo me siento cigarrillo y observo cómo me consumo, mientras con el humo que desprendo daño los pulmones de los que favorecen esa especie de autodestrucción.

sábado, 16 de mayo de 2009

Hipótesis inexplicable

No lo sé. No puedo explicarlo, pero lo siento. Será porqué siempre me han ido los extremos. Será porque sólo se odiar y amar, como Catulo. Será porque estoy sola cuando me persiguen, y acompañada cuando me espían desde lejos. Será porque cada vez soy un poquito menos, porque en muchas ocasiones ni yo misma consigo verme. Qué diminuta, qué escurridiza. Que me pierdo en el aire, dice un desconocido al que conozco más de lo que me gustaría, y nunca me alcanza por más que lo intente. Quizás sí lo sé, quizás si lo sabes. Pero prefiero la ignorancia sentimental. Me quedo con las palabras, sobre todo con las que no existen, esas que pueden expresar hasta donde la gramática convencional no llega. No lo sé. Únicamente sé que lo siento y espero inquieta a que llegue el momento en que logre explicarlo.

Entierro nietzscheano

Excavó y excavó, pero por más que lo hizo no encontró llave alguna. No sólo no podía entrar en su propia casa, aquella llave era mucho más que eso. Esa pérdida u olvido, puede que la haya olvidado, le privaba también de las puertas del mundo. Un mundo que le habían arrebatado. Ahora estaba sola frente a la ciudad. Muerta, la ciudad ha muerto, permanece muerta y ella le dio muerte. La mató para vivir. Sin embargo, las cosas no son fáciles para un mortal, que se sabe mortal y procura sacar el máximo partido de su condición, en el reino de Hades. Nadie pasa y si alguien se pasea por los alrededores lo hace arrastrándose como un cadáver al que ya casi no le quedan huesos. La ciudad está muerta, pero ella sigue viva, y cuanto más crea, más destruye, cuanto más escribe, menos la leen. Aunque no lo hace a propósito, solamente juega como una niña, buscando la llave que no quiere encontrar.

miércoles, 13 de mayo de 2009

Alcoholismo infantil

Qué abyecta pesadilla tuvo la niña de los tobillos finos. Antes de dormirse pensó en la sonrisa bobalicona que últimamente se le dibujaba sin que ella se diera cuenta, y cerró los ojos con un gesto de plácida felicidad. Soñó, pues, con algo que la llenó de satisfacción. Se trataba de una historia que nunca había ocurrido, pero que siempre había anhelado narrar con los ojos, y no con la cabeza. La sonrisa se mantuvo hasta que la mañana siguiente despertó como si acabara de salir de un coma etílico, donde pasada la embriaguez, sólo quedaba una resaca con regusto a vómito. Decidió echarse un poco de agua a la cara y limpiar su vergüenza. Al reconocerse frente al espejo descubrió una mirada hinchada y una piel mustia, que en nada se correspondía con la euforia que experimentó durante la noche. Pero, ya se sabe, son las secuelas de los excesos. Intentó recordar entonces lo que había pasado. ‘’ ¿Ha sido un sueño, o una pesadilla?’’ se decía ‘’ En cualquier caso, me lo he inventado, no puede afectarme como si fuera real. ’’ Lo que la niña de los tobillos finos no sabía era que lo psíquico y lo físico casan muy bien. En un fotograma psicosomático interactúan estas dos fuerzas, lo que piensas viaja directamente de tu cabecita hasta tus pupilas; si crees verlo te emborrachas y enfermas. Las consecuencias de la borrachera no hubieran resultado tan terribles si no hubiera bebido whisky caducado. La pobre niña creía que hacia tiempo que la botella había acabado en la basura, pero no, probó el sabor amargo de lo olvidado y los recuerdos la mandaron al vertedero en el que aquel maldito whisky ya debía haberse evaporado. No pretendía recordarlo, quiero decir, beberlo. Casi había superado el síndrome de abstinencia cuando a un descerebrado se le ocurrió invitarla a un trago. Los fantasmas no tardaron en llegar y en raptarla. Ahora la niña de los tobillos finos vaga por ahí, bajo una sabana blanca. Pero como tiene los tobillos muy finos, las hordas del pasado no encontraron unos grilletes a su medida. Está suelta, colándose en habitaciones de niños y escondiéndose debajo de las camas, para convertirse en presa del olvido y carne del recuerdo, como la botella de whisky caducado.

domingo, 10 de mayo de 2009

Víctima y verdugo

No me imagino de otra manera si no es ejerciendo como psicóloga clínica. Lo tuve claro desde pequeña. Con cinco años me parecía una profesión casi digna de un mártir, me atraía hasta límites insospechados la idea de dedicar mi vida ayudando a los demás. Conforme crecía, aquel concepto fue madurando y descubrí que no se trataba de una mera ayuda altruista, sino de un enriquecimiento personal. A los 13 años devoré La Interpretación de los sueños de Freud, y para cuando tenía 15, había convertido el DSM en la Biblia de una nueva religión en la que yo aspiraba a la categoría de Santa. Cuando llegó mi primer día en la universidad estaba pletórica. Durante el curso asistía a clase con una sonrisa maquiavélica que parecía salírseme de la cara. No bromeo, una mañana, al sonar el despertador me levanté como siempre, con los labios estirados de oreja a oreja, y mientras me preparaba el café oí un ruido extraño que venía de mi propio cuerpo; la mandíbula se me había desencajado y apenas podía pronunciar una palabra inteligible. Suerte que una de mis compañeras de piso estudiaba Medicina y consiguió, con un suave golpe de manos, ponerla de nuevo en su sitio. Los años en la facultad pasaron muy rápido. Creo que el ritmo de aquella época resultó tan frenético que apenas pude disfrutar de los pequeños placeres de la vida del estudiante. Una vez licenciada sentía que conseguir una consulta y pergeñar el sueño que siempre había anhelado no me satisfaría. Necesitaba recuperar el mundo que me había estado perdiendo hasta entonces. Pero, ¿cómo empezar? Se me ocurrió frecuentar a un psicoanalista que había no muy lejos de mi casa, en Príncipe de Vergara. No me acuerdo de su nombre, Carlos no sé qué. No sé si esas sesiones me sirven de mucho, pero he acabado enganchándome y no consigo tomar una decisión si no la hablo antes con mi psicoanalista. Por eso ahora tengo miedo de abrir mi propia consulta. Temo enviar a todos mis pacientes a ese tal Carlos, o aún peor, transformar mis citas con el psicoanalista en conversaciones sobre mis pacientes. ¡Qué desgracia la mía! Yo quería ser verdugo y terminé víctima de mi ambición.

viernes, 1 de mayo de 2009

Silencio

Han pasado casi diez minutos y nadie ha dicho nada. Lo mejor es que ni siquiera me he dado cuenta. El silencio se había apoderado incluso del café, la cuchara que movía haciendo círculos maquinalmente no producía ningún sonido al chocar con las paredes de la taza. En ese tipo de situaciones, normalmente escucho crujir mis párpados al pestañear, suelen chirriar como una puerta envejecida al cerrarse. Pero esta vez no se oía nada, ni el estruendoso pensamiento del que se sabe mudo. Se trataba, pues, de un mutismo acogedor, que nos arropaba y nos hablaba mediante infrasonidos. Por un momento, estuve tentada a quebrarlo, a romper esa magia y farfullar cualquier estupidez. Hay veces en las que se habla, aunque no se no se diga nada, con tal de evitar el silencio. En ocasiones es preferible evitar directamente los encuentros en los que se puedan producir esos silencios incómodos. Porque ya se sabe, tanto el que disgusta como el que gusta se delatan cuando callan. Sin embargo, la diferencia entre ellos es abismal, el odio se mide en gritos, pero el amor, siempre en silencios.