lunes, 6 de julio de 2009

Un grave error

Hace poco compré quinientos gramos de palabras. Estaban de oferta, por cada medio kilo te regalaban un silencio. Introduje mi nueva adquisición en el bolsillo izquierdo del pantalón y fui corriendo hasta donde se encontraba mi querido destinatario. Antes de llegar hasta él saqué los quinientos gramos del bolsillo. En la tienda, como les dije que se trataba de un regalo, habían metido las palabras en una cajita de cartón decorada con un lazo rojo. Después de saludarnos le entregué la cajita en las manos. Al abrirla su expresión no cambió. Tampoco dijo nada. Pensé que no habría tenido tiempo de comprar ninguna palabra, o que, le parecerían demasiado caras. De repente me di cuenta de que él no quería hablar, ni siquiera lo pretendía. Había venido a regalarme un silencio. Al principio me molestó. Pensé que ya le habría dedicado las palabras a otra y que a mí me tocaba quedarme con las sobras. Pero luego seguimos caminando y pasamos por la tienda en la que en un enorme cartel luminoso se leía ‘’Compre un silencio y le regalamos quinientos gramos de palabras’’ Debí de haberme confundido cuando lo leí por primera vez. Ahora me sentía mal, pues él podría estar pensando que yo le había obsequiado con la peor parte de la gramática. Avergonzada, no volví a abrir la boca en toda la tarde, y mientras callaba (no) le decía que perdonase mi despiste.

domingo, 5 de julio de 2009

Desarraigo

Le gustaba pensar que dependiendo del lugar sería más o menos joven. Es cierto, estaba convencido de que su edad variaba según el idioma en que la expresara. De tal manera que si en su ciudad natal tenía unos veinticinco años, en un país extranjero, como por ejemplo Australia, tendría alrededor de diecisiete, aproximadamente el tiempo que llevaba estudiando el idioma que allí se habla, el inglés. Por lo tanto, aunque si le preguntan por su edad él responde ‘’I’ll be twenty six in May’’, algo en su interior le decía que en inglés aún no había superado la pubertad. Del mismo modo que en francés era un niño que no llegaba a los seis años, y en japonés era un bebé que apenas había empezado a caminar. En estos momentos acaba de facturar una maleta en el aeropuerto de Berlín y cogerá un vuelo a las 17:12 que le llevara de regreso a Alicante, donde nació hace exactamente veinticinco años, nueve meses, seis días, tres horas y doce minutos y medio. No obstante, se crió aquí, donde hace un instante ha facturado la maleta, en Berlín. La gente suele decirle que su sangre es mitad alemana mitad española, aunque él alega que no cree en esas cosas, que si se corta un brazo sale un líquido rojo que no entiende de nacionalidades y punto. En Alicante le espera su madre, que en este momento se siente como Penélope el día que Ulises regresó a Ítaca. Sin embargo, él no se cree Ulises ni tampoco cree en Ítaca. Sólo cree en sus teorías lingüísticas que lo rejuvenecen y envejecen. Ahora se intuye a sí mismo como un anciano. Veinticinco años no es mucho, pero, como puede pasar al mismo tiempo por un quinceañero o incluso por un bebé, se siente pesado y obsoleto. Será porque los recuerdos le generan arrugas en la cara.