El mundo podría acabar en los días impares y en los pares nacería de nuevo,
aunque podría ser a la inversa. El orden no importa mucho, lo que cuenta es la
rapidez, la presión y el impulso que remueve las vísceras de todos los seres al
borde del apocalipsis. No es improbable que se produjese un cambio sin
precedentes en las políticas sanitarias y en los laboratorios farmacéuticos. No
se trataría de regular o reducir el impacto del fin del mundo, sino todo lo
contrario, pues está comprobado que este tipo de experiencias generan adicción
y aún peor, tolerancia. En los hospitales y centros de salud arrojarían el
Prozac y el Rubifén para recetar en su lugar cataclismo en comprimidos o en
solución monodosis. Pocos podrían soportar el principio del mundo, porque, en
general, lo que menos soporta uno es el momento justo después de una sacudida. El
movimiento puede ir desde una simple calada de cigarrillo, que asesta golpes a tus
pulmones e intestinos, hasta una verdadera catástrofe natural que descompone todo
aquello que te compone por fuera, esas calles y esos edificios que han llegado a
constituirse como prótesis del cuerpo humano. Tras haber sufrido una convulsión
de semejante calibre, uno no desea volver a empezar, sino volver a acabar y acabar
de una vez, hay que precipitarse al final de verdad, al definitivo, y de no ser
posible, hay que repetir sin interrupciones la falsa irreversibilidad de ese fin,
para vivir, al menos, con la sensación de estar muriendo a toda costa, a todas horas.
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