A veces recubría una parte visible de su
cuerpo, como una muñeca o un antebrazo,
con una gasa. Acostumbraba a hacerlo cuando alguno de esos moratones o
quemaduras inexplicables aparecía. La cicatriz ocupaba menos de un cuarto de la
venda, de manera que la cura escandalizaba más que la enfermedad. En una
ocasión cocinó un pastel para las dos. No celebrábamos nada, o quizá el mero
hecho de que se hubiese atrevido a cocinar constituía ya de por sí un motivo de
celebración. Al sacar la masa del horno, el antebrazo izquierdo rozó la bandeja
ardiendo, y al cabo de un par de minutos apareció una quemadura de forma
ovalada y color rosáceo. Echó mano al botiquín de primeros auxilios y se
recubrió toda la muñeca con gasa y esparadrapo. Al verla pensé que si el
vendaje actuaba como metonimia de una desgracia, de una alegría o incluso de un
color —sobre todo opalino—, la parte sería más grande que el todo, y el todo
solo representaría un cachito de la pieza a la que pretende contener. Así era
Sveta, un continente que desafiaba los límites de la cartografía. Podrían librarse
batallas en las que, mediante estrategias geopolíticas, se definiesen los
límites de las diferentes naciones que las cicatrices de quemaduras como las de
aquel día dibujan en su piel.
—¿Te duele? —le pregunté, señalando con los
ojos la gasa.
—No, en absoluto.
—¿Y por qué te envuelves casi la mitad del
brazo en vendas?
—Me interesa ver la reacción de los otros ante
una herida que imaginarán el doble de grave de lo que es en realidad. Me
divierte.
Y así Sveta se desorbitaba, se derramaba del
mundo, y cuanto más parecía ocultar, más exhibía. Hasta entonces no se me había
ocurrido que se pudiese hacer ostentación del misterio, cubrir la herida no es
tanto una cura, sino un síntoma.